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lunes, 6 de abril de 2020

Ganas de hablar


 

Resulta que ya he perdido la cuenta de los días de cuarentena. ¿Veinte, quince, ocho? ¿Un mes?  La caverna es cómoda, pero el mundo ahí fuera se mueve. Le falta algo, ¿qué será? Quizás una parte de la respuesta me llegó el otro día, cuando salí a cazar y recolectar para el clan. 

En la cola del supermercado, ahora reconocida en nuestro sistema de supervivencia como la caverna de recolección alimentaria, se guarda escrupulosamente la requerida distancia para evitar contagios. Cada nuevo agregado que llega a la cola es revisado con cierta seriedad por los ya integrados, para evaluar su potencial peligrosidad para el clan de cada uno. Como si el contagio se pudiera detectar por la parte de la cara que se ve por encima de la máscara. Como no se pueden ver bocas que completen la expresión, se revelan arqueos de cejas, aperturas de ojos  evidentes, cuando llegan aquellos que acuden a recolectar equipados con máscaras de alto nivel, esas que ya no venden en ninguna farmacia y que en las páginas web valen un ojo de la cara; su aspecto listo para la era atómica, su filtro en la parte central y la superficie del artilugio rotundamente blanca, lisa, impoluta. Son esas máscaras que hacen preguntarte: ¿este, de dónde viene?, ¿cómo lo ha conseguido?, ¿tan mal está la cosa? Luego la parte racional de tu cerebro, si la dejas actuar, toma el control y llega a una conclusión que calma tu ansiedad por un rato: hasta para eso hay clases. Si sumas la presencia de las boinas amarillas de la Unidad Militar de Emergencias campando por la explanada del aparcamiento de la estación, la sensación de estado de alarma plenamente operativo satisface las exigencias de cualquier ficción pre-apocalíptica.
 
Cueva de Son Doong. Vietnam.
Con todo, a pesar de su gesto inicialmente huraño con los recién llegados, las personas de la cola también llevan encerradas unos días como tú. Para ellas, este rato de ir a llenar la bolsa se convierte en su momento de tomar el aire y el sol, hacer el poco ejercicio que puedan. Hay afortunados machacas que disponen de todo lo necesario para mantener sus abdómenes y glúteos en su sitio,  propietarios de cavernas tecnificadas a golpe de talonario, con habitaciones de sobra para instalar pequeñas reproducciones de su gimnasio de cabecera. Pero la mayoría de nosotros no disponemos de tales instalaciones, muchos ni las queremos; algunos dirán, osados, que no las necesitamos. En todo caso, por muchas aplicaciones que tengamos, mucha charla por teleconferencia, mucho emoticono y mucho meme, no puedo negar que necesitamos esa presencia cercana del diálogo con alguien de carne y hueso.

Probablemente es lo que hace que me dirija al señor de delante de la cola cuando se gira y mira ese coche que acaba de pasar con cierta prisa atravesando un charco. El salpicoteo ha estado a punto de mojarle. Intuyo bajo su máscara un gesto de desaprobación, que se confirma con el cabeceo que sigue. Le digo algo sobre la suerte que ha tenido y debe de ser que ambos hemos visto la puerta abierta a una conversación fuera de la caverna. Hemos pasado a hablar de la suerte a la política, vaya usted a saber cómo hemos tirado por ahí. Luego ha revelado que tenía a un pariente muy enfermo y que no podía visitarlo, y que sus hijos estaban bien. En casa, haciendo lo que pueden. A veces se ponen muy pesados, son adolescentes. 

          Hace un gesto de dar un paso pero se retiene. Mantenemos la distancia de seguridad para limitar contagios. Le comento que eso de pedir raciones al centro va a pasar a la historia y creo que sonríe con sus ojos. Se nos van a quitar muchas tonterías, me dice, y encima vamos a ser más limpios. Al final va a estar hasta bien. Yo también sonrío, espero que lo note.

El guardia de seguridad indica que avancemos. Entramos en la caverna de recolección. En el interior ya no hablaremos, procuraremos recoger alimentos y artículos de droguería lo más rápido posible, sin mirar a nadie, casi sin hablar, y ¡ay! del que tosa, lo fulminaremos con nuestra mirada con rayo láser. Mi compañero de conversación lo sabe y se despide como si se fuera de viaje: bueno, encantado, hasta otro día, a ver si  esto se pasa de una vez y nos vemos. Le respondo que como le he visto con máscara igual no le reconozco, que tendremos que llevarla por si acaso. El hombre vuelve a sonreír y me dice adiós con la mano. 

Nuestra caverna es cómoda, pero necesitamos salir de ella. En todos los sentidos.

viernes, 27 de marzo de 2020


EL ÁRBOL



Cuando el arbol es tierno

cualquier viento lo mueve.

Suena en el mediodía

con su música agreste;

tiembla de las raíces

hasta las hojas débiles;

vibra como una cuerda

de la lira celeste.



      Pero después su tronco

flexible se endurece;

se acorteza su carne;

su raíz se hace fuerte;

le desnudan la copa

el otoño y la nieve;

la feliz primavera

se la viste de verde.



Pero el árbol ya es otro.

Otros vientos lo mueven.

Otras brisas quisieran

orearle la frente.



      Pero el árbol es otro

irremediablemente.



      Él no lo sabe. Ignora

el rostro de la muerte.

Sobre el inmóvil tronco

donde el tiempo se duerme,

su juventud le canta

armoniosa, le mece,

tañe, para él, las cuerdas

de oro en las ramas verdes.



      Pero el árbol es otro

irremediablemente.


Quinta del 42.

José Hierro.

Benjamín Palencia



                       El encinar de santa Teresa. Benjamín Palencia.