Resulta que ya
he perdido la cuenta de los días de cuarentena. ¿Veinte, quince, ocho? ¿Un mes?
La caverna es cómoda, pero el mundo ahí
fuera se mueve. Le falta algo, ¿qué será? Quizás una parte de la respuesta me
llegó el otro día, cuando salí a cazar y recolectar para el clan.
En la cola del
supermercado, ahora reconocida en nuestro sistema de supervivencia como la
caverna de recolección alimentaria, se guarda escrupulosamente la requerida
distancia para evitar contagios. Cada nuevo agregado que llega a la cola es revisado
con cierta seriedad por los ya integrados, para evaluar su potencial peligrosidad
para el clan de cada uno. Como si el contagio se pudiera detectar por la parte
de la cara que se ve por encima de la máscara. Como no se pueden ver bocas que completen la expresión, se revelan arqueos de cejas, aperturas de ojos evidentes, cuando llegan aquellos
que acuden a recolectar equipados con máscaras de alto nivel, esas que ya no
venden en ninguna farmacia y que en las páginas web valen un ojo de la cara; su aspecto listo para la era atómica, su
filtro en la parte central y la superficie del artilugio rotundamente blanca,
lisa, impoluta. Son esas máscaras que hacen preguntarte: ¿este, de dónde viene?,
¿cómo lo ha conseguido?, ¿tan mal está la cosa? Luego la parte racional de tu
cerebro, si la dejas actuar, toma el control y llega a una conclusión que calma
tu ansiedad por un rato: hasta para eso hay clases. Si sumas la presencia de las
boinas amarillas de la Unidad Militar de Emergencias campando por la explanada
del aparcamiento de la estación, la sensación de estado de alarma plenamente
operativo satisface las exigencias de cualquier ficción pre-apocalíptica.
Con todo, a
pesar de su gesto inicialmente huraño con los recién llegados, las personas de
la cola también llevan encerradas unos días como tú. Para ellas, este rato de
ir a llenar la bolsa se convierte en su momento de tomar el aire y el sol,
hacer el poco ejercicio que puedan. Hay afortunados machacas que disponen de todo lo necesario para mantener sus abdómenes
y glúteos en su sitio, propietarios de
cavernas tecnificadas a golpe de talonario, con habitaciones de sobra para
instalar pequeñas reproducciones de su gimnasio de cabecera. Pero la mayoría de
nosotros no disponemos de tales instalaciones, muchos ni las queremos; algunos
dirán, osados, que no las necesitamos. En todo caso, por muchas aplicaciones
que tengamos, mucha charla por teleconferencia, mucho emoticono y mucho meme,
no puedo negar que necesitamos esa presencia cercana del diálogo con alguien de
carne y hueso.
Probablemente
es lo que hace que me dirija al señor de delante de la cola cuando se gira y
mira ese coche que acaba de pasar con cierta prisa atravesando un charco. El
salpicoteo ha estado a punto de mojarle. Intuyo bajo su máscara un gesto de
desaprobación, que se confirma con el cabeceo que sigue. Le digo algo sobre la
suerte que ha tenido y debe de ser que ambos hemos visto la puerta abierta a
una conversación fuera de la caverna. Hemos pasado a hablar de la suerte a la
política, vaya usted a saber cómo hemos tirado por ahí. Luego ha revelado que
tenía a un pariente muy enfermo y que no podía visitarlo, y que sus hijos
estaban bien. En casa, haciendo lo que pueden. A veces se ponen muy pesados,
son adolescentes.
Hace un gesto de dar un paso pero
se retiene. Mantenemos la distancia de seguridad para limitar contagios. Le
comento que eso de pedir raciones al centro va a pasar a la historia y creo que
sonríe con sus ojos. Se nos van a quitar muchas tonterías, me dice, y encima
vamos a ser más limpios. Al final va a estar hasta bien. Yo también sonrío,
espero que lo note.
El guardia de
seguridad indica que avancemos. Entramos en la caverna de recolección. En el
interior ya no hablaremos, procuraremos recoger alimentos y artículos de
droguería lo más rápido posible, sin mirar a nadie, casi sin hablar, y ¡ay! del
que tosa, lo fulminaremos con nuestra mirada con rayo láser. Mi compañero de
conversación lo sabe y se despide como si se fuera de viaje: bueno, encantado,
hasta otro día, a ver si esto se pasa de
una vez y nos vemos. Le respondo que como le he visto con máscara igual no le
reconozco, que tendremos que llevarla por si acaso. El hombre vuelve a sonreír
y me dice adiós con la mano.
Nuestra
caverna es cómoda, pero necesitamos salir de ella. En todos los sentidos.